Desde hace mucho tiempo la cultura, en general, es un negocio alrededor del cual se organizan una serie de industrias que buscan estandarizar al máximo todos sus procesos (de producción, reproducción, difusión, distribución, etc.) con el objetivo de alcanzar y mantener un rendimiento económico que las haga competitivas en el mercado. Esa tendencia a la estandarización no sólo incide sobre lo que de manera muy general y restringida se denomina “cultura ligera”, sino también sobre el arte autónomo, que formalmente está mediado por la sociedad de mercado y, en cuanto mercancía, desempeña un papel en el proceso económico. Esto, por supuesto, afecta igualmente la manera en que concebimos y nos relacionamos con la cultura, una cultura que, casi en su totalidad, es hoy producida y reproducida para el consumo inmediato. En ello se manifiesta indirectamente el punto desde el cual hay que partir: el hecho de que, para bien o para mal, la industria cultural genera procesos de formación, incluso sin que los contenidos de sus productos estén dirigidos a formar a las personas. Es más, los procesos de formación cultural generados hoy, por ejemplo, por la televisión, la red y la radio, tienen mucha más fuerza y alcance que los procesos de formación que se dan dentro del marco de la educación institucionalizada.
Theodor W. Adorno analizó en muchos escritos esos procesos de formación cultural, no propiamente en términos de formación cultural, sino hablando, por ejemplo, de adiestramiento, de pseudoeducación o de pseudocultura. Estas expresiones manifiestan claramente su comprensión de la industria cultural como ideología, con lo cual se hace referencia a que los productos de dicha industria orientan la formación de una conciencia falsa entre las personas; y la orientan no sólo a través de contenidos ideológicos, sino también a través de un “carácter ideológico-formal”, que fue una expresión utilizada por Adorno en una conversación con Hellmut Becker sobre el tema “Televisión y formación cultural”, transmitida por la Radio de Hesse en junio de 1963. Con el término contenidos ideológicos se hace alusión, por ejemplo, a cómo la mayoría de series televisivas difunde una gran cantidad de valores positivos, cuya validez efectiva es aceptada dogmáticamente por las personas, pero a costa de ocultar y deformar la realidad. Esos valores positivos tienen que ver con lo que Adorno llamaba “el espantoso mundo de los modelos y arquetipos de una «vida sana»”, mundo que no se corresponde con lo que pasa en la vida fuera del set de televisión o del estudio fotográfico, pero que induce a las personas a creer que esa vida sana producida artificialmente puede compensar o resolver los problemas sociales, o incluso que dicha vida sana es la verdadera vida. En otras palabras, la carga de contenido ideológico de los productos de la industria cultural consiste, especialmente, en alimentar un falso realismo, la imagen de un mundo armónico y sin problemas (o cuyos problemas particulares siempre acaban resolviéndose a la perfección), que es sobrevalorado como si se tratara del mundo real. Por eso Adorno consideraba que, en cuanto a formación de conciencia, las realizaciones de la industria cultural pueden llegar a ser “políticamente mucho más peligrosas” que un debate político televisado.
Pero más allá del contenido ideológico hay un carácter ideológico-formal de los productos de la industria de la cultura, que se refiere a problemas analizados por Adorno, sobre todo, en escritos de la década de 1930 y de los primeros años de la década de 1940, como “Sobre la situación social de la música” (1932), “Sobre el jazz” (1936), “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del escuchar” (1938) o “Sobre música popular” (1940). Según Adorno, este carácter ideológico-formal genera la dependencia de las personas respecto de los productos de la cultura de masas, e implica también formación de falsa conciencia, aunque a través de un proceso de formación que es diferente de aquel que se promueve a través de los contenidos. En primer lugar, hay que decir que los productos de la industria cultural generan dependencia por varias razones, pero fundamentalmente porque, al estar fabricados de acuerdo con esquemas prefijados y siempre iguales, motivan formas de utilización o de reacción que han sido fijadas también con anterioridad y que varían sólo en la superficie. Mejor dicho, estas formas de utilización o de reacción, que consisten en el simple reconocimiento de estructuras que son repetidas una y otra vez, generan un placer y una tranquilidad que el televidente o el radiooyente está siempre deseoso de volver a sentir. Por eso no debe sorprender que la industria cultural forme a hombres y mujeres, desde los primeros años, para que eviten cualquier esfuerzo sensible e intelectual durante el tiempo libre que les deja el estudio y el trabajo; y no debe sorprender porque de eso depende el negocio, del convencimiento de las personas, por un lado, sobre la idea de que las producciones culturales, incluidas las obras de arte, no requieren ser comprendidas sino que sirven para entretener, para generar placer, y, por otro, sobre la idea de que ese es el beneficio inmediato que deben brindar en la medida en que son bienes por los cuales se paga un dinero. En segundo lugar, la industria cultural forma falsa conciencia –sobre todo entre niños y jóvenes, que son hoy el centro de casi todos sus mitos–, también en el sentido de que gracias al esquematismo formal de sus producciones, del cual hablamos hace un momento, las personas son preparadas para adaptarse, sin oponer resistencia, sin reflexionar realmente sobre ello, a las precarias condiciones materiales que esta sociedad les impone.
Tomado de el articulo escrito por Fernando Urueta G. “Theodor W. Adorno y la Educación Estética”, publicado en la revista “EDUCACION ESTETICA” Numero 2, 2006-07.
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